jueves, 10 de marzo de 2011

La sinceridad del espejo


El espejo le devolvía violentamente una imagen que se negaba a aceptar. El pelo amarilleaba en la raíz, tendría que usar algún tinte como respuesta a los años que se empeñaban en llegar. ¿Por qué el tocador al que tanto había sonreído la torturaba ahora de esa manera? Y aunque, con esfuerzo esta vez, de nuevo sonrío a su reflejo. Una sonrisa cómplice, con la que esperaba encontrar la belleza perdida ya por el camino. Pero no fue así. Su rostro que algún día había sido terso, de la piel más blanca que podamos imaginar, casi transparente, ahora se dibuja arrugado y manchado por cada mal rato pasado, se había marchitado. Sus ojos, que siempre habían mantenido una luz resplandeciente en las pupilas, hoy se fruncían sobre sí mismos desfigurando totalmente su contorno. Estaba cansada ya de aguantar su cuerpo sujeto a un recuerdo. Como se sujeta un suicida arrepentido a la baranda de un balcón. Con los pies danzando sobre un destino inevitable y la certeza de su caída al vacío. La vejez le iba llegando y no iba a tener compasión alguna. De eso estaba segura.
Pero si los años iban a ganarle esa batalla, ella no iba a dejar de oponer resistencia. Mirando desafiante su propio reflejo cogió con fuerza el carmín y se pintó los labios minuciosamente. El mismo rojo de siempre en una boca ya marchita. Dio color a sus mejillas para devolverles la alegría y el rubor que la sobresaltó tantas veces ante la mirada firme de un hombre. Y se ayudó de un peine de púas gordas para definir cada rizo de su pelo. Para terminar con los pasos que había seguido tantas veces se roció con el perfume de siempre, olor a jazmín. El mismo olor que tenía cada uno de sus vestidos y las sabanas de su cama. Y cuando terminó de disfrazar las arrugas sintió que el reloj de la pared la piropeaba parando para ella sus agujas.
Atrás quedaron los años en que su belleza fue envidiada por tantas mujeres. Ahora, sentada en aquel taburete le devolvía la mirada una señora. Un papel que nunca se había planteado interpretar y le estaba siendo impuesto por el tiempo. Sentía que se consumía con cada segundo, como cada grano que cae en un reloj de arena.
Se levantó despacio frotándose las arrugas de la falda, con esas sí que podía, y se quedó allí de pie. Dándole la bienvenida a la nueva Lola, ahora llamada Dolores. La señora en la cual se había convertido y se había negado a ser. Con la palma de la mano se quitó el carmín y sonrío. Se encendió un cigarrillo para marcar la boquilla con los restos que aun quedaban. Lo consumió tranquila, lastimando con cuidado sus viejos pulmones. Después se dio un beso en la yema de los dedos y lo posó sobre el espejo al mismo tiempo que le daba la espalda. Ya había perdido demasiado tiempo de su vida delante de él.

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